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Artículo de opinión. Matías García Fernández. Presidente de la Asociación de Personas con Discapacidad El Saliente

Una incapacidad temporal es una situación en la que una persona trabajadora no puede desempeñar su actividad laboral de forma transitoria debido a una enfermedad o accidente, ya sea común o profesional. Es lo que, coloquialmente, se conoce como baja laboral.

Esta herramienta es clave para proteger la salud de las personas trabajadoras y garantizar su seguridad económica en caso de enfermedad o accidente, una medida que responde a principios fundamentales de justicia social y solidaridad. A veces el tiempo que tiene la persona facultativa de la atención primaria para emitir un diagnóstico es muy reducido, con lo que debe haber un principio de confianza entre paciente y profesional sanitario, es decir, con la premisa de que cuando alguien dice que está enfermo, lo está realmente, y que la baja médica es un tiempo de recuperación, no una vía para eludir responsabilidades ni para vivir indefinidamente a costa del sistema.

La ley establece que una baja médica puede prolongarse hasta un máximo de 365 días, es decir, un año completo, al que, además, se añade la posibilidad de una prórroga excepcional de 180 días más, si existe una expectativa razonable de recuperación.

El problema surge cuando ciertas personas saben cómo bordear esa situación sin traspasar sus límites legales. En algunos casos, hay personas trabajadoras que, una vez agotado el tiempo máximo de baja por una dolencia o justo antes de que acabe, reanudan la actividad laboral solo durante breves periodos, para luego encadenar una nueva baja, argumentando en ocasiones, patologías distintas. De esta forma, el “contador” vuelve a cero y la persona trabajadora puede continuar recibiendo prestaciones por incapacidad durante largos periodos, a veces incluso durante años.

Aunque, como he comentado anteriormente, el tiempo máximo legalmente establecido que una persona puede permanecer de baja es un año y medio, hay ocasiones en las que no se llega al tiempo límite, para dejar la puerta abierta a otro largo periodo de baja. En nuestra entidad hay algunas personas que en un periodo de 5 años han permanecido 4 de ellos en situación de incapacidad temporal, siendo esta situación bastante lesiva. La Seguridad Social debería evitar este tipo de situaciones.

Este tipo de prácticas, además de ser deshonestas, pervierten el espíritu de estas medidas y evidencian las lagunas en los procedimientos y en los mecanismos de control que pueden evadir quienes buscan defraudar. ¿Dónde está el límite entre el uso legítimo de un derecho y el abuso de ese recurso? ¿Cómo evitar que se criminalice a quien realmente necesita estas prestaciones, mientras se detectan las prácticas abusivas?

La respuesta no es sencilla. Hay que evitar generalizaciones injustas que pongan en duda a la persona enferma o en vías de recuperación de alguna lesión. Muchas patologías tienen un curso intermitente, por brotes, que impide mantener una actividad laboral continua, aunque sí permita trabajar en ciertos periodos. Para eso existe la incapacidad temporal, para proteger a quien lo necesita realmente.

¿De qué manera se pueden establecer los controles necesarios sin que el sistema derive en una estructura fría, insensible, burocrática y punitiva?

Es imprescindible que se respeten los principios de justicia y solidaridad, pero, a la vez, un uso poco ético de la incapacidad temporal incrementa el gasto de  recursos, genera una desconfianza que recae sobre las personas que se dan de baja y, además, distorsiona la percepción social de ese derecho, por lo que quienes no disfrutan de él tienen la sensación de que existen privilegios y facilidades a disposición de quienes tienen menos escrúpulos.

La clave para una solución puede encontrarse en reforzar el seguimiento médico y administrativo de aquellos casos en los que se observa una recurrencia, especialmente llamativa, en las bajas. Las Unidades Médicas de Valoración de Incapacidades deben contar con recursos suficientes y criterios clínicos sólidos para evaluar estas situaciones, sin caer en prejuicios ni desconfianzas.

Cuando un derecho se convierte en rutina para quien no lo necesita, se corre el riesgo de desgastar la legitimidad del sistema entero. Y eso sí que nos afecta a todas y todos y es uno de los principales retos que deberíamos asumir, si realmente queremos avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria.