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Texto de Luis López Jiménez. Presidente de la Fundación Almeriense de Personas con Discapacidad.

[RTVE Noticias]: “59 MUERTOS SIN RECLAMAR, todos ellos mayores y 19 procedentes de residencias, han sido enterrados después de pasar más de tres meses en una morgue provisional.”
UNO. “Cómo me gustaría tenerte cerca y darte los abrazos que nunca te di; cuánto me arrepiento, ahora que no estás, de no haberte dado los besos que, ahora me doy cuenta, te hubiera gustado que te diera y no te atrevías a pedirme porque pensabas, con tus escrúpulos de padre pretendidamente severo y formal, que ya era demasiado grande para eso. Cuánto me arrepiento de no entender tus berrinches que sólo escondían tu frustración porque me parecía demasiado a ti y querías que fuera mejor; tu hosquedad postiza, tu misantropía, real o impostada. No sé, no me diste la oportunidad de conocerte mejor, que ahora considero sólo disimulaban tu anhelo de las muestras de cariño de quienes, ahora lo sé, más querías; especialmente de tu hijo al que sentías esquivo y lejano. Cuánto me duele, papá, no haberme dado cuenta de que tu último, y definitivo, alejamiento, no era una muestra radical y categórica de enfado tras nuestra última discusión, sino la determinación de irte en silencio, sin molestar, sin dar la lata. Cómo me gustaría, papá, ahora, decirte que te quiero; que, donde quiera que estés, sepas que siempre te he querido, que te echaré siempre de menos; que me duele no haberlo hecho antes. Aunque también sea verdad que tampoco, tal vez porque te hubiera parecido una muestra de debilidad, tú que me querías fuerte, no me enseñaste; o fruto de ese escrúpulo tuyo de no mostrar tus sentimientos; tal vez, también, por mi rechazo inconsciente a esa permanente introversión tuya, a ese muro que construiste frente a las emociones.

Fernando. 47 años, que lleva más de cinco meses sin saber de su padre, después de dejar de pasar por su casa tras la bronca discusión que mantuvieron ambos, precisamente durante la cena de Navidad, oye el sonido de la tele del salón, mientras se prepara la cena en la cocina, con la noticia. De inmediato piensa en su padre. Tras una noche intranquila, de mal sueño, se acerca a la morgue. Le muestran una caja de cartón marcada con el nombre: “Lorenzo L. J.”. Las pertenencias son de su padre. Cualquier duda queda despejada al encontrar entre ellas una foto enmarcada y acristalada en la que aparecen ambos: Fernando, con catorce años y gesto adusto, sosteniendo el trofeo que ganó aquel verano en el campamento de vela; Lorenzo, sonriente y ufano, junto a su hijo al que pasa un brazo sobre los hombros. Al pésame, el empleado acompaña el comentario: “La auxiliar del hospital que nos entregó la caja comentó que, desde que ingresó, directamente a la UCI, se empeñó en la que foto estuviera siempre en la mesita, y todo el tiempo que hubo de estar tendido boca abajo, con la cabeza y la mirada dirigidas a ella”. Avisa a su hermana y, siguiendo las indicaciones de la morgue, localizan el féretro en una sepultura provisional, junto a otros 18 cuyas familias no han sido localizadas. Días después lo trasladan a otra que adquieren, junto a la de la madre; ellos solos, junto al empleado del cementerio, sin más ceremonia.

DOS. “Cómo se besa, cómo se le dice que lo quieres a un hijo con 47 años; cómo se le demuestra con los abrazos que me reprimo cada vez que lo reencuentro. No sé hacerlo y la verdad es que, maldito este carácter mío, no he sabido, no lo he hecho desde que era un niño de 5 ó 6 años; no me he atrevido desde que, iniciada su pubertad, cuando, decidido por las noticias cada vez peores que sobre él me daba mi mujer, me di cuenta de que tenía un hijo cuando ya había pasado las etapas más críticas de su desarrollo sin un padre que lo apoyara, cuando noté que empezaba a considerarme un extraño. Desde que mi dedicación obsesiva al trabajo, a llevar dinero a casa, me tenía todo el día fuera; cuando me iba aún dormía y cuando volvía ya estaba acostado, y las pocas cenas en que coincidimos, única ocasión de encuentro, las más de las veces sólo eran ocasión de reproches por cualquier cosa que me parecía inconveniente de su comportamiento y de poco valían mis razonamientos por muy cariñoso que tratara de parecer.

Ya era tarde; ya, frustrado, apesadumbrado, con un remordimiento inconsolable, no había reparación posible: había perdido a mi hijo, mi hijo se había criado sin padre. Lo intenté, procuré estar más tiempo en casa, con tu madre, contigo y con tu hermana; me interesé por tus gustos y aficiones; qué feliz te vi aquel verano que conseguimos que participaras en aquel campamento de vela, que tanto sabíamos tu madre y yo te gustaba; pero qué decepción, precisamente cuando asistimos a la entrega de trofeos, tú eras el número uno, ante tu cariñosa bienvenida a mamá y tan desabrida conmigo, la cara que pusiste cuando te abracé para la foto, el rechazo a mi acercamiento; sí, ya era tarde. Cuánto me arrepiento, cómo me gustaría volver atrás y remediarlo, cómo me gustaría pedirte perdón y… que me perdonaras. ¿Cómo no me di cuenta de que el cariño, el amor, no se sobreentiende, que hay que mostrarlo, demostrarlo, con hechos, o aunque sólo sea con palabras? Qué mal lo hice la última vez que nos vimos señalándole la puerta si no estaba conforme con mis exabruptos. Ahora que sé que me voy definitivamente, ahora que ya es imposible hablarte, abrazarte, disculparme; ahora sólo me queda la esperanza de que estas personas que me cuidan te den testimonio de mis lágrimas mientras miro aquella foto, y que lo entiendas como una señal de disculpa, como la única prueba que me queda de lo mucho que te quiero”.

Lorenzo. 79 años, jubilado, buena posición económica y social; aspecto de militar retirado, de cuerpo enjuto, con cierto envaramiento, aunque con una ligera chepa propia de las personas demasiado altas y delgadas; culminado con una cabeza casi patricial, de ojos grisáceos, cabellera abundante, de pelo tieso y blanquísimo, rematado todo con un bigote, igual de hirsuto y blanco, muy cuidado. No tiene muchas amistades, prácticamente reducidas a un ámbito muy limitado de la familia extensa y a un par de ex compañeros de estudios y un colega que viven cerca de su domicilio, con los que forma tertulia asiduamente las mañanas de sábados y domingos, con alguno de los cuales también comparte quince días de vacaciones, con largas veladas nocturnas de conversación al fresco de una terraza, en la playa de un pueblo costero cercano, a la que desde hace años se desplaza con su familia. A pesar de sus escasas relaciones, de su carácter aparentemente un tanto misantrópico y retraído, siempre ha sido muy apreciado por sus vecinos y clientes, quienes con frecuencia le consultan sobre asuntos dispares, fiados de su honestidad y rectitud. Ha sido siempre un hombre de profundas convicciones morales y sociales, lo que muchas veces le ha llevado a mostrarse intransigente y radical frente a opiniones diferentes.

Hace poco más de un año enviudó y nunca quiso ni necesitó acompañamiento o apoyo. Se las apaña bien; durante la enfermedad de su mujer aprendió a cocinar y con la ayuda de una asistenta, que acude una vez a la semana, mantiene la casa limpia y ordenada; de su atuendo se ocupa él personalmente, él compra, lava y plancha la ropa que, junto con la que recibe como regalo de cumpleaños o por Navidad de su hija, la mayor de los dos que tiene, forman su indumentaria, de prendas de calidad, que le confiere un aspecto de persona elegante y hasta distinguida.

Desde que se quedó solo, como siempre se levanta temprano y sale todas las mañanas a pasear un rato y hacer las compras; las tardes, después de una breve siesta y un pequeño paseo, las dedica a la lectura y un rato de televisión; se acuesta temprano y duerme bien. Recibe únicamente la visita de su hija, normalmente las tardes de domingo, acompañada siempre de su nieta y, de vez en cuando, de su yerno. Su hijo, a quien sólo ha visto dos veces desde que murió su esposa, le llama por teléfono un par de veces al mes y mantiene cortas conversaciones llenas de muchos monosílabos, preguntas sobre la salud y el trabajo y poco más.

La hija quiso que la Nochebuena de 2019, la primera sin la madre, se celebrara en su casa, pero él se empeñó en hacerlo donde siempre, en la suya; se empeñó también en preparar él el menú habitual de estas ocasiones. Por primera vez, con una silla menos y cuyo hueco dejan libre, se vuelve a reunirse la familia al completo, el padre con hija, hijo, nieta y yerno. Tratan todos de que la cena discurra de la forma más agradable, de atenuar en lo posible la tristeza que se hace patente sobre todo cada vez que el padre anuncia un nuevo plato, los mismos que siempre cocinó y sirvió la madre. Lorenzo pretende paliarla hablando sin parar con todos, especialmente con la nieta. Mientras toman el postre, los dulces tradicionales que Lorenzo ha hecho traer del pueblo, la locuacidad del padre parece molestar al hijo, quien, de forma un tanto áspera, se lo reprocha.

Lorenzo, tras unos segundos repentinamente callado y con la cabeza baja, mirando su plato, responde de forma airada, colérica, desaforada; ha bebido demasiado y la tensión que viene acumulando estalla de una manera no habitual en él, que siempre se ha mostrado, aunque severo, tan prudente y comedido. Habla a gritos desmesurados, acompañados de fuertes golpes con los puños en la mesa, los ojos desorbitados, la cara contraída, iracunda; el hijo responde también a gritos, mientras la hija pretende calmar al padre: “Papá…, papá…”. El yerno se lleva a la niña que, asustada, llora desconsoladamente. Todo termina cuando el padre sentencia: “En mi casa nadie me tiene que decir lo que he de hacer; si alguien no está conforme, que se vaya”. Se levantan hija e hijo y se marchan; sólo se despide la nieta, quien regresa corriendo y -“abuelo, abuelo”- le abraza la cintura y se vuelve a ir.

Lorenzo, tras unos minutos inmóvil en su silla, se levanta, recoge la mesa, pone el lavavajillas, se lava la cara en el cuarto de baño y se acuesta. Pasa la noche en blanco; aunque arrepentido de haber perdido los estribos, no piensa disculparse, considera que son sus hijos quienes deben interesarse por él. Ya lleva un tiempo, sobre todo ante la insistencia de su hija en que se vaya a vivir con ella y presumiendo que es un motivo de preocupación para todos, pensando en ingresar en una residencia.

Uno de sus antiguos colegas ha construido una para mayores sin problemas de asistencia, en las afueras, en un solar enorme, magnífico, amplio, soleado, con mucha vegetación, formada por pequeños apartamentos en los que cada residente puede vivir y desenvolverse de forma independiente, como en un hotel, recibiendo todos los servicios y sin demasiadas imposiciones. Un lugar caro, pero, con su buena pensión y sus ahorros, se lo puede permitir. Ya lo tiene hablado con su amigo, tiene plaza disponible cuando quiera. A mediodía, con el pretexto de una llamada propia de Navidad, lo llama y queda en que ingresará ese mismo viernes, tres días después. Ya amanecido, consigue dormir un par de horas; se levanta y pasa la mañana preparando el equipaje: un par de maletas con ropa y una caja con objetos que quiere llevarse; si luego necesitara algo más, no habrá problemas, piensa volver de vez en cuando. Pasa la tarde tumbado, a la espera inconsciente de la llamada de sus hijos, que no se produce. A media mañana del día siguiente llama a su hija y, sin mención alguna al incidente del día anterior por parte de ninguno de los dos, le dice que el viernes sale de viaje con unos amigos, un crucero por el Mediterráneo, de más de un mes, que incluye la celebración de Nochevieja; a la vuelta piensa quedarse una temporada en casa de un primo suyo, su mejor amigo de infancia, que emigró hace más de cincuenta años y que, también viudo, lleva un tiempo insistiendo en que vaya a visitarlo. Estará sin cobertura, ya llamará él; que le diga todo a su hermano.

Aunque con los inconvenientes de tener que sujetarse a nuevos horarios, a lo que se acostumbra pronto, Lorenzo está a gusto. Sigue levantándose temprano y, tras una sesión en el gimnasio y un buen desayuno, todas las mañanas da un largo paseo, compra el periódico y echa un rato de tertulia con Pedro, el quiosquero, del que se ha hecho amigo, en la terraza de un bar cercano. Desde finales de febrero, el tema principal de conversación con su nuevo amigo es el de las noticias de lo que está pasando en China, con una epidemia que parece una nueva modalidad de gripe; las noticias son cada día más alarmantes, parece que la epidemia se extiende a otros países, y aunque en España parece que va a tener poca incidencia, hay que cuidarse; ya en la residencia se está hablando de restringir las salidas y las visitas empiezan a limitarse.

El sábado, 14 de marzo, el Gobierno decreta el estado de alarma; todos han de confinarse y es precisamente en las residencias de mayores donde el cuidado ha de extremarse. Lorenzo pasa los días, aunque con un cierto agobio por no poder salir, tranquilo, le llevan las comidas a su apartamento, lee mucho, ve con frecuencia las noticias y hace sus ejercicios gimnásticos en la terraza; se aburre un poco.

El primer día de desconfinamiento reinicia en parte la rutina anterior; en las horas permitidas sale a dar su paseo, compra el periódico y echa su rato de tertulia, ahora con mascarilla y más distanciado físicamente, con Pedro, su amigo el quiosquero. No le ve buena cara al amigo, será cosa de tantos días encerrado; aunque, a los dos o tres días, lo ve más demacrado y, además, con una tos intermitente que él achaca a su inveterado hábito de fumar. El domingo por la mañana, ni Pedro ni su mujer, con la que regenta el negocio desde siempre, están en el quiosco; en su lugar encuentra a un joven, el hijo de ambos, que, muy preocupado, le dice que a su padre le han diagnosticado COVID-19, que lo tienen ingresado en la planta de infecciosos del hospital, y a su madre, aunque no tiene síntomas, también la han confinado en su casa. Lorenzo se marcha consternado, decidido a no salir durante unos días.

La hija lo ha llamado varias veces y siempre le dice que sigue de viaje; a mediados de marzo, lo volvió a llamar, preocupada por lo que está pasando; le dice que no se preocupe, que está bien, que está con su primo, que precisamente por el estado de alarma no puede salir de la isla, pero que, en todo caso, piensa quedarse una larga temporada.

El martes se despierta de madrugada, le duele la garganta, tiene escalofríos; piensa que se ha resfriado por haber pasado la tarde anterior demasiado tiempo en la terraza. Espera a que se haga de día y, cuando le llevan el desayuno, la auxiliar lo encuentra acostado, con mala cara; él dice que se ha resfriado, que le traiga un paracetamol, que se le va a pasar pronto, que a él estos achaques le duran poco, que piensa bajar a mediodía a comer pues piensa que es mejor moverse un poco. Sin embargo, cuando llega la hora y pretende levantarse, no puede, le duele todo el cuerpo, le cuesta un poco respirar; llama por el teléfono interior, dice que se encuentra mal. El médico, que llega con una indumentaria rarísima, cubierto hasta las cejas, le diagnostica que está contagiado de la nueva enfermedad, del maldito virus, que hay que ingresarlo inmediatamente y pide una ambulancia para llevarlo al hospital. Él pide llevarse alguna cosa, no puede ser; insiste y finalmente consigue que le dejen una, que le entregan después de desinfectarla profusamente: la foto enmarcada en la que abraza a su hijo. Llega al hospital con una fiebre altísima, aturdido, han tenido que conectarlo al respirador de la ambulancia. Lo pasan directamente a la UCI, donde entra, prácticamente inconsciente, aferrado a la foto.